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Intercultura, subcultura y ortocultura



A la maldad se le puede anteponer la inteligencia, la violencia o la muerte, pero qué puede uno anteponer a la estupidez; es tan empalagosa e inasible que termina uno confundiéndose con ella.

Por Salomón Rojas*

Síntesis: El artículo aborda el modo como se instala la etnoeducación en nuestro contexto, su carácter de concepto provisorio e indefinido y sus resultados finales que están  bastante lejos de sus objetivos primordiales. 

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Cuando unas palabras han sido demasiado usadas, terminan perdiendo todo sentido y sobreviven por inercia, por obstinación, por burocracia. Al acceder al abordaje de una realidad que está siempre lejos de los términos que intentan describirla las palabras se utilizan como herramienta que disimula la brecha de esa distancia. Etnoeducar, interculturar, han modelado un discurso académico e institucional cuya vaguedad se camufla en la inactividad y la teatralidad; se habla, se forman comités se emiten panfletos en torno de varios términos y con ello se pretende dar cuenta del mundo complejo que intenta ser asumido.

La institucionalidad escolar no puede dar cuenta del mundo indígena más que en el adiestramiento para insertarse en una realidad modelada, de la cual los indígenas apenas son usuarios de segunda. La porción que la escuela puede intentar convertir en texto es apenas un relato que actores escolarizados pueden narrar de las dinámicas que este tipo de pueblos nativos pueden ofrecer a los espectadores.

El abordaje de lo indígena está mediado por la mirada de la antropología como disciplina; es decir las nociones básicas de cultura que se derivan del mundo académico. No son textos que muestren las expresiones de los pueblos nativos, son textos que un experto académico compone en torno a algo que la disciplina antropológica ya ha prefigurado. Mito. Ley de origen, territorio son conceptos de orden disciplinar que predeterminan lo que se va a buscar e investigar.

Ya es hora de abordar el maridaje vicariato de Inírida y U.P.B. de Medellín en la formación de etnoeducadores del departamento. Una coyunda que nace en la confusión, la ambigüedad y el oportunismo. Si hacemos historia, la etnoeducación nace a partir de un término surgido de la antropología mexicana, pero de la misma forma que nos suena bien una ranchera y la adoptamos como forma de cortejo también adoptamos términos que al ser de los vecinos nos dan idea de afinidad. El término en realidad jamás lo digerimos, porque en su nacimiento estaba aquejado de vacuidad; un término que aparece abarcar una solución, pero que cuando intentamos llenarlo de contenido o de llevarlo al aula se disuelve en eslogan, en discursos, en decretos que al no saber de qué están hablando, tampoco saben qué exactamente están legislando.

En ese contexto, más o menos para los años noventa, a la U.P.B. y a su excelencia el vicario no se les ocurre nada mejor para hacer que inventarse una carrerita para indígenas ganosos de salir del desempleo y llevar la nueva luz a sus comunidades; carrerita llamada licenciatura en etnoeducación. Sin embargo, lo paradoja es que se inventaron una carrerita de vaguedades, de incomprensiones y de intenciones buenas y colosales como su fracaso. El mismo ministerio de educación jamás ha tenido claro de que se trata esa vaina; legisla, predica, exhorta, pero cada cambio de gobierno se le pierde más la pita, tanto que la oficina del M.E.N. en Bogotá, tiene una oficina cada vez más minúscula y escondida.

De entrada, los upebesianos no pueden hablar más que de textos en torno a etnias, a indígenas a realidades que ellos desconocen de manera flagrante. Esos textos tienen sus fuentes en la antropología, en la lingüística, en el derecho, en la intercultura, muy de moda y muy “in”. Pero allá no hay indios, hay blancos hablando de indios y por ende, qué es exactamente lo que pueden enseñar, si además carecen de facultad de educación, de donde flores si no hay jardín

Ya es hora de parcelar las posibilidades de la escuela: abordar el mundo indígena implica desbordar las fronteras de la institución y acceder a los espacios sociales que conforman sus realidades. Como este abordaje está lejos de ser factible debe descontarse de entrada el que la escuela se atribuya el papel de etnoeducador. La escuela no puede enseñar cultura indígena; puede hablar y teorizar sobre un texto que narra algún tipo de manifestación nativa; sin embargo, no puede enseñar aquello que el texto menciona porque este no es un saber teórico. La escuela, por sus mismas particularidades de arquitectura y complexión administrativa alcanza a ser apenas una subteorización sobre textos de realidades que le son ajenas.

Entender esto nos permite, entonces, realizar el trabajo de educar con miras a disminuir las restricciones de la ambivalencia; pretender ser algo y no cumplirlo causa, al menos en principio, un embotamiento de las facultades inherentes al oficio simple o complejo de educar. La etnoeducación nos abrumó de folclor indígena cada vez más pauperizado: con tubos de PVC cuando no hay palma de mabe para el yapuruto o con papel crepe y celofán cuando no accedemos a la corteza de matapalo. Para el colmo de nuestra subcultura tenemos indios representando indios; la representación de la representación de la representación: Matrix al modo cimarrón y tropical, en un escenario cada vez más unido al mercado de las baratijas.

La Etnoeducación debe dejarse definitivamente atrás, no pudimos darle contenido y hay que asumir el fracaso. R.I.P. por toda la eternidad. Nos queda la inter-cultura porque ¿qué no es inter-cultura?, mientras nos dé para hablar y escribir intentemos que la educación salga de este bolero falaz, esta cosa de engañar despistados, esta manía de ser sin ser.




*José Salomón Rojas Mesa
Licenciado en lingüística y literatura. Docente de todo en comunidades indígenas del Guainía. Profesor, escritor aficionado

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