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Mavicure, una despedida memorable

Los Cerros de Mavicure son un afloramiento del Escudo Guayanés. Foto: Dadán Amaya


 

 

Una experiencia mágica no cabe en una foto

Dos años atrás, hace algún tiempo, fue la ultima vez que visité los cerros. Entonces, dos queridos amigos dejaban el Guainía para continuar su camino en otras tierras, bajo otro cielo. Decidimos que su despedida del lugar más antiguo de Colombia debía ser memorable; se alcanzó a decir “mágica”. Escogimos, finalmente, los cerros de Mavicure. No nos equivocamos.

Hicimos preparativos, compramos lo necesario y, el día acordado partimos con retraso.

Eran las cuatro y media de la tarde cuando llegamos a Remanso. Alguien habló de madrugar a subir el cerro, nadie se opuso y tras dormir en la playa, algunos en carpas y otros al rededor de la llama en la arena, nos levantamos dando las tres de la mañana.

Estaba oscuro cuando cruzamos el río en la embarcación, diez personas se bajaron de ella y a las cuatro en punto empezaron a subir cerro Mavicure. La subida, linterna en mano o con la luz de los celulares, no tuvo nada de especial y tardó menos de dos horas. No la habíamos cronometrado antes, ni entonces, pero los tiempos fueron perfectos. Apenas empezaba a colorearse el horizonte con la llegada del alba cuando alcanzamos a la cima.

De a poco, la espesa niebla que cubría el cerro y a nosotros mismos se fue retirando a medida que llegaba la luz y el calor, pero era un retirada a regañadientes, como quien no se quiere ir del todo, como quien lamenta dejar el lugar en que está tan cómodo. Levantamos la mirada y al frente, del otro lado del río, todo era neblina; de vez en cuando Pajarito ―el más grande de los tres cerros― se dejaba ver entre las nubes, con poca luz, primero la falda junto al río, luego la cumbre, después un costado, como si de una coreografía de cabaret se tratara.

De pronto, del horizonte, al otro lado, vimos venir el sol, el cielo pintado en colores rojos y dorados trajo más luz al paisaje y el gris oscuro de la selva se transformó en verde; con la luz llegó la brisa y la brisa ayudó a empujar la neblina que ahora tapaba cada vez menos, por momentos, mientras se deslizaba a hurtadillas como si hubiera sido descubierta in fraganti ocupando un mundo que no le pertenece.

No tardaron mucho en aparecer los demás colores. Para este momento lo que teníamos era un hermoso día. Desde allá arriba veíamos los cerros aun entre nubes, el río más abajo y la selva hasta donde se une con el cielo en el horizonte.

Finalmente, salió el sol; primero rojo, apenas un hilo sobre los árboles a lo lejos, después naranja intenso, enorme y, más rápido de lo que pensamos, se fue haciendo redondo.

La imagen ―bella, sin duda―, hubiera sido un cliché, pero los bancos de neblina que huían ahora despavoridos, a toda velocidad entre nosotros y el astro formaban un curioso efecto que marcó nuestro recuerdo. Era el sol naranja, redondo y grande de un amanecer, cuando todavía se le puede ver cara a cara y su brillo intenso ya hace entornar los ojos y, de repente una nube que pasaba a la carrera lo atenuaba y le hacía pálido, tímido, de un amarillo ocre y opaco, pero este efecto tardaba apenas unos segundos. Después, de entre esas nubes salía lento, con más fuerza y más brillante para segar la miradas, volver a atenuarse y brillar una vez más ante las sonrisas que le observaban, como un corazón que late con fuerza, lento en el cielo de la mañana en mitad de la selva.

“Te vas y aquí me quedo. Soy lo real, todo lo que existe, lo demás es sólo eso: lo demás, un cuento” parecía decir a cada pulsación aquel paisaje con una voz que persiste en la mente.

No trajimos una sola selfie. Apenas algunas fotos del rocío atrapado en una telaraña enredada en una flor, de los cerros coronados por la neblina, del río que se pasea por la mañana. Del sol cara a cara tampoco trajimos fotos, ni siquiera lo intentamos. Esa experiencia, esa impresión no cabe en una foto.

Comentarios

  1. Comparto tu magia Dadan..... porque yo también la he vivido....
    Magala

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